No hay mucho más que decir
desde el lado seco de la ventana.
Me miras, pero no me ves.
Te miro, pero no conecto.
Te hablo, pero no me escuchas.
Me oyes, pero estás muy lejos.
Y siento que cuando me miras,
de nuevo desaparezco.
Mientras, se va sucediendo
el número incontable de veces
que abro y cierro los ojos,
sin ser vista, sin verte,
sin vernos.
Crecí invisible,
y ha sido mi escudo y mi hoguera.
En ella ardieron lágrimas secas y miedos,
sepultados por cenizas que ahora
se remueven y dispersan
y se meten en los ojos arrugados.
Esos, que aún se abren y se cierran,
conscientes del incierto pero finito
número de parpadeos que restan,
antes del fundido a negro.
Después solo quedará la duda
de si alguna vez fui real.