No dirige la mirada, apenas microsegundos, más allá de la altura del hombro, hacia la última curva del lóbulo de la oreja, acaso entre los cabellos, como ráfagas de luz en un cruce.
Huidiza, pero curiosa, se posa a
veces desde la diagonal de la avenida del rabillo del ojo en mis pestañas, y
adivino una sonrisa si parpadeo, que no termina de asomar al balcón desangelado
de su boca.
Imagino su voz como cláxones, sirenas,
metales chocando, y sin embargo retumba su silencio infinito, me faltan los
acordes de su garganta para que esa ciudad cobre vida, y los callejones de mis
bolsillos se llenen de bullicio y se vacíen de arena.
Es como un animal enjaulado buscando
una salida, y a la vez, una tregua, y cada paso hacia la puerta retrocede dos,
contra los barrotes y su propio impulso, contra sus deseos.
La jaula como una alcantarilla,
arroja sobre el asfalto los desechos de su autonomía y le silencia.
Ha olvidado volar porque no
recuerda su nombre.
De repente, irrumpe en mi letargo
la imagen de unos pies diminutos, arropados por unas botitas azul marino y calcetines
calados de color marfil, repletos de minúsculos agujeros que cubrían una
pantorrilla rechoncha. Recuerdo saltar con fuerza con esos piececillos
infantiles y sentirme casi volar. Y se dibuja en mi memoria un mapa somático de
recuerdos.
La huella táctil de una caricia
al lavarme el pelo, el olor a jabón de Marsella, los muelles entre la lana
pinchándome suave la espalda o la rodilla al darme la vuelta, el peso sobre el
pecho de las mantas…
Recuerdo el olor del barro y el
frescor del chorro de agua cayendo por mi barbilla, el ruido de los piñones al remover
y extraerlos de la lata oxidada que los custodiaba, el sonido de la piedra
contra el tocón y el delicioso sabor de esas tardes.
Y entonces deseo con todas mis
fuerzas, capturar una de esas huidizas miradas, para construir sobre ella un
puente neuronal que encienda el bullicio, abra la jaula, que le devuelva su nombre,
y que enraíce mi infancia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario