Cuando creo que mi piel es tan dura
que un arañazo apenas podría notarse,
se abre y se disuelve.
El eco del rechazo en la puericia
golpea con furia la puerta,
con otras manos,
otra cadencia,
otro cuerpo.
En mi carne resuena sordera, tambores en las costillas,
agujas en la memoria.
Y basta un silencio,
una excusa,
una palabra adornada,
para leer entre líneas
lo que nunca será pronunciado.
Mi corazón solo bombea tristeza,
palpitando dentro de un puño,
como en una incubadora.
En penumbras paso los días,
sin fuerzas para alzar las persianas.
La luz ya no me pertenece.
Desterrada en este lugar,
a veces me siento a salvo.
Los huesos reclaman descanso
mientras la carne se marchita.
Y la vieja, inaccesible cabaña
recobra todo su atractivo:
como un ciclo,
como un final perfecto
donde volver a exhalar
la sombra que aún me habita.
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