Aquel día notó un olor extraño en su desván. Miró a su alrededor pero todo estaba en orden, su micromundo perfectamente colocado: los armarios, las pilas de libros, los bolígrafos, los relojes…
Se sentó en la cama y buscó con la mirada entre los rincones, esperando encontrar una pista, pero todo le devolvía un guiño reluciente. Al fondo del cuarto, vio la puerta entreabierta que daba al baño y al cuartito de la lavadora, y entonces lo supo: Hoy tocaba hacer la colada. Llevaba tiempo posponiéndolo, porque la lavadora le causaba pavor. Podía montar en globo y pincharlo, saltar sin paracaídas, jugar a la ruleta rusa con el cargador repleto…pero la lavadora…¡era un monstruo con dientes dispuesto a devorarlo vivo! Suspiró. Cogió una libreta de la mesilla y se dispuso a no postergarlo más. Iba a apuntar una a una las prendas que desde hace tanto tiempo pedían a gritos ser lavadas:
Uno: Lavar mi sonrisa, que ha tomado un regusto ácido con el paso de los años y de sonreír sin ganas.
Dos: Lavar mi mirada, cubierta por un velo sucio tejido de desencuentros y huidas forzadas.
Tres: Lavar mi memoria, apelmazada de recuerdos dolorosos y áspera de alfileres en la amígdala.
Cuatro: Lavar mis rodillas de tantas caídas en toboganes de sueños en parques de la infancia, de la adolescencia y de hace un rato.
Cinco: Lavar la tristeza y echar litros de suavizante, para diluirla y que huela bien, a tristeza limpia y suave, de la que acompaña en silencio y tiñe los días de una melancolía casi agradable, indiscutiblemente necesaria.
Seis… Hizo un tachón. “No, eso no”. “No voy a lavarme las manos. Eso nunca. Seguiré haciendo malabares con la vida, encajando encuentros y distancias, despedidas, silencios, huidas, alfileres, recuerdos, rodillas, caídas, tus brazos, tristezas, miradas…”
Pero malabares con las manos conscientes, presentes, conocedoras de lo que tocan, lo que acarician y lo que raspa, lo que se clava, lo que se astilla, lo que contienen y lo que pierden, lo que se muestra y lo que se tapa. Malabares con la vida sí, pero con las palmas hacia arriba, sin tejer excusas, sin temer consecuencias… sin retirarlas.
El olor extraño se evaporó. Hubiera jurado en ese momento que era olor a podrido. El olor inconfundible que dejan los que cuando deciden hacer la colada se lavan las manos y miran hacia otro lado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario