Llevo varios meses pensando en escribirte, pero por un motivo u otro van pasando los días y me dejo seducir por la cómoda rutina, la estabilidad calmada y los cajones llenos de asuntos pendientes. Al fin he reunido las fuerzas, y he cogido este folio para volver a contarte de qué manera se van sucediendo las cosas desde que no estás. Porque te sigo echando de menos.
Últimamente paso parte del tiempo en una cuerda floja. Me asomo suavemente al abismo que se dibuja bajo mis pies y el vértigo hace que retroceda. Cuando me quiero dar cuenta, estoy otra vez en ella. Hay una guerra declarada entre el mareo y la adrenalina. He comprado pastillas para el mareo. Sé que acabaré vomitando, pero el precipicio me atrae con fuerza. Desde la última vez que nos vimos, he perdido el miedo a los espejos. No retiro la mirada y puedo ver hacia dentro, más allá de lo que recubre la carne, atravesando la sangre y los huesos. Ahora tengo espejos en blanco por toda la casa. Voy a clases de voz para hacerme oír y de miradas para hacerme ver. Creo que las transparencias sólo sientan bien en verano. He aprendido a dejarme abrazar sin convertirme en estatua y a besar a las personas que quiero. Cada vez me gusta más la artesanía. Moldeo barro y doy forma a emociones. A veces debo excavar mucho para conseguir un barro firme, pero siempre acabo encontrándolo. Cuando logras forjar la emoción y se hace visible, merece la pena haber sudado y haberte manchado un poco las manos. Una vez por semana excarcelo miedos. Con el tiempo he conseguido indultarlos y lo alterno con primeros auxilios, por si alguno se pusiera bravucón cuando sale de su celda. Combino estas actividades con un curso de buceo. Invierto horas en sumergirme sin bombona en aguas espesas de otros momentos y nado entre los recuerdos. Pero ya no temo a los monstruos. Ahora, nado con ellos.
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