Recuerdo a todas horas
la tierra roja de tus patas
el sumergir de mi nariz y mis manos
en los negros campos de tu lomo
y acariciar la isla blanca y moteada de tu pecho.
Añoro la calma en que nos mecíamos
al compás de la caricia larga y suave de tus lóbulos,
adictivos, relajantes, esponjosos...
pero siempre alerta,
mientras apoyabas tu carita en mi pierna
conquistando con tu mirada
el reino de mi derruido cuerpo
rendido bajo tu trufa.
Tu curiosidad infinita,
de par en par todas las puertas de la casa
y de nuestros corazones.
Tus recibimientos alegres,
tus lloradas despedidas,
tus esperas junto a la entrada.
Los atardeceres molino y espigas,
y tus idas y venidas pendiente siempre
de nuestros pasos.
La alargada sombra de nuestras figuras
con la tuya a nuestro lado.
Y siempre, siempre, tu mirada eterna,
inolvidable, irrepetible, mágica,
de frente, de reojo, de soslayo...
traduciendo cada gesto,
pendiente del más leve movimiento,
cum laude en todas nuestras acciones.
Recuerdo Don Quijote, Valdepeñas,
los paseos en Vallecas y por el parque
de los patos,
el retumbar de tus ladridos,
tu energía inagotable.
Y de nuevo infinita, hasta el final,
tu mirada,
volando en apenas unos segundos
a horizontes inexplorados.
A los campos espiga y fuego,
donde pasear para siempre
fundidas nuestras sombras en la tarde.
Gracias por tu amor sin condiciones,
por habernos dado tanto en tantos años
por tu nobleza, tu alegría y por ser luz.
Ya brillas para siempre. Siempre gracias.